¿No es la hora de la clase media?


Al igual que ha ocurrido en varios países de América Latina, en los últimos años se ido instalando en el Uruguay un interés creciente por las clases medias. Los logros en la reducción de indigencia y pobreza y en la mejora en varios indicadores laborales en han ido permeando la agenda académica, que comienza a plantearse la necesidad de estimar el crecimiento de los sectores medios y explorar su composición, incorporando en esa mirada el análisis sobre las familias que recientemente han ido engrosando sus filas.

El mundo académico se está produciendo muchos estudios sobre las clases medias en la región (*). En Uruguay, algunas investigaciones indican un incremento destacable de la clase media en la última década, también un proceso de mayor heterogeneidad. Acompañando este hecho se ha activado un debate metodológico interesante, sobre las distintas opciones para la medición de la clase media y también sobre qué significa, en el Uruguay de hoy, pertenecer a este estrato social (**).

Sin duda, el tema como objeto de estudio es interesante y muy relevante para un país donde la enorme mayoría de sus ciudadanos se define como de clase media. Lo que me preocupa es que este impulso en la acumulación académica se traslade a una idea de que es necesario que las políticas públicas en el área social se orienten hacia ese sector.

Desde varios ámbitos se ha ido consolidando un discurso que plantea a los  sectores medios como un grupo social relegado por las políticas públicas frente a otros más vulnerables, en quienes se han ido enfocando políticas emblemáticas en los últimos años, como las Asignaciones Familiares y otras iniciativas que impulsa o coordina el Ministerio de Desarrollo Social. Desde esta mirada se sostiene que la clase media es el “jamón del sándwich” que no está cubierto por esta batería de políticas pero que tampoco tiene ingresos y recursos suficientes como para optar por opciones privadas de protección social. Este argumento es planteado con frecuencia cuando se discute de políticas públicas en una gran diversidad de espacios (educación, salud, cuidados, empleo, seguridad social) abogando por un redireccionamiento o reforzamiento de los recursos hacia estos sectores, porque el estado “ya está orientando muchos recursos hacia los sectores más pobres”. También suele argumentarse que la clase media paga sus impuestos pero que, finalmente, son los sectores más pobres y no el estrato medio el que se beneficia de esos aportes.

Quisiera poner algunos datos sobre la mesa para argumentar mi desacuerdo con la promoción de esta idea:

Aunque mucho me gustaría que el Uruguay tuviera saldada su deuda social con la población más vulnerable, lamentablemente esto está lejos de ser asi.

Según estimaciones de la CEPAL (***) casi uno de cada diez hogares uruguayos (9%) no recibe transferencias asistenciales públicas, no cuenta con ningún miembro afiliado a la seguridad social y tampoco percibe jubilaciones o pensiones. Al desagregar este porcentaje, la proporción de hogares que se encuentran en esta situación entre los quintiles de menores ingresos prácticamente duplica a los “desprotegidos” del quintil 3.

Pero aún cuando a través de políticas se lograra resolver esta situación, seguramente esto no permitirá romper con las configuraciones viciosas de déficits educativos, inserciones laborales precarias y tendencias demográficas altamente estratificadas que contribuyen a reforzar sesgos en la forma que se distribuyen los frutos del crecimiento. Sabemos, por ejemplo, que la cobertura de educación preescolar se distribuye en forma muy desigual y sigue siendo en los hogares pobres donde presenta menores niveles, aún en un contexto de expansión de servicios en este ámbito por parte del estado. También es claro que son las mujeres pobres las que mayores obstáculos enfrentan para ingresar al mercado laboral y de esa forma, aportar ingresos al hogar para enfrentar la vulnerabilidad y superar la pobreza. En esta ecuación, por tanto, los niños, los jóvenes y las mujeres de menores ingresos se están llevando la peor parte, lo que refleja los escasos logros que el país está teniendo -aun en un contexto de reducción notoria de indigencia- en el desafío de romper con la transmisión intergeneracional de la pobreza.

De lo anterior no se desprende que las políticas destinadas a la población más vulnerable no sirvan para nada. Pero estaríamos faltando a la verdad si sostuviéramos que éstas han resuelto las configuraciones estructurales de la pobreza. Los resultados sociales que hoy vemos simplemente reflejan lo que, aunque siempre pareció claro, parece estar perdiéndose de vista: transferir dinero a los sectores más indigentes y más vulnerables es un paso gigante, pero es insuficiente para resolver la deuda del Uruguay con la pobreza.

Llevar esto a la discusión de políticas no lleva a redefinir las prioridades hacia la clase media, sino a reforzar el compromiso en el combate a la pobreza, yendo “al hueso” de las raíces que la alimentan y la reproducen.

Más allá de esto, hay otro argumento de peso.  Sería un error sostener que la mayor parte del gasto social en Uruguay está destinado a los sectores más pobres cuando sabemos que el grueso de ese gasto se compone de los recursos destinados a jubilaciones y pensiones que, como también sabemos, tienden a cubrir en mayor medida a los adultos mayores de sectores medios y altos. También sabemos que las políticas “emblemáticas” que se orientan a los sectores más vulnerables –siguiendo con el ejemplo, Asignaciones Familiares- representan, en contraste, una porción ínfima del PIB.  Este punto es importante porque en el discurso sobre la necesidad de priorizar a la clase media, tiende a perderse de vista que históricamente el gasto social en Uruguay ha estado destinado a cubrir justamente las necesidades de, entre otros, estos sectores. Más aún, lo que ha ocurrido en Uruguay en los últimos siete años es un intento –en proceso aún y muy saludable- de ruptura con esta inercia, que no desprotege a la clase media, sino que explícitamente busca proteger más que antes a la población más pobre.  Más aún,  este impulso no solo no desprotege a la clase media, sino que –a través de varias iniciativas -ha impactado favorablemente en ella la clase media, incluso más y antes que en los pobres (dos ejemplos claros de ellos son la reforma de la salud y la reinstalación de los consejos de salarios)

Como lo veo yo, la discusión sobre la promoción de la importancia de cubrir más a las clases medias por ciertas políticas sería irrelevante si los recursos fueran infinitos o si el país tuviera márgenes mucho más grandes para incrementar su gasto social. Pero, como sabemos, los recursos estatales que se destinan al gasto público social son escasos y administrarlos implica tomar decisiones que, si se plantean con un sentido de justicia, deberían buscar compensar desigualdades consolidadas por la acumulación desigual de recursos y el desarrollo desigual de capacidades.

En definitiva, sigue siendo en Uruguay la hora de la clase media, aunque ella no lo note o espere más. Pero mientras 13.7% de la población siga viviendo en situación de pobreza (****), no sería justo que estas esperanzas se tradujeran en nuevas políticas  sociales específicas para ese sector. 

(*) Ver, por ejemplo, Franco, Hopenhayn y León (2010) Las clases medias en América Latina. México: CEPAL-SEGIB-Siglo XXI;  Cruces G., López Calva, L. y Battistón, D. (2011) "Down and Out or Up and In? Polarization-Based Measures of the Middle Class for Latin America," CEDLAS, Working Papers 0113, CEDLAS, Universidad Nacional de La Plata; Ferreira, F. , Messina, J., Rigolini, J., López-Calva, L., Lugo, M. y Vakis, R. (2012) La movilidad económica y el crecimiento de la clase media en América Latina. Washington D.C: Banco Mundial.

(**) Ver, entre otros, Borraz, F. González Pampillón, N. y Rossi, M. (2011) “Polarization and the Middle Class”. Documentos de Trabajo Nro 20/11, Decon, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República, Llambí y Piñeiro (2012) Índice de nivel socioeconómico. Cinve; Veiga, D. (2010) Estructura social y ciudades en Uruguay: tendencias recientes. Ed. FCS  Fac. Ciencias  Sociales, Universidad de la República Montevideo.

(***) CEPAL (2012) Panorama Social de América Latina 2011. Santiago de Chile: CEPAL.

(****) Estimación de la pobreza por el método del ingreso 2011. Montevideo: INE.

Revalorización de la ciencia, la tecnología ¿y la innovación?



Los fondos públicos que destina Uruguay a actividades de ciencia, tecnología e innovación (CTI) se han multiplicado casi seis veces desde 2005 (DICYT-MEC 2012).Desde 2007 funciona un nuevo diseño institucional para la promoción de las actividades de CTI que cuenta con mayores capacidades de gestión y mayor respaldo político que el diseño que existía hasta esa fecha. Esos cambios hablan de una revalorización de los temas de CTI en la agenda política y del respaldo económico para ello. No existe de momento una evaluación global de los resultados de estos cambios, sin embargo diferentes actores destacan que las políticas y programas se han enfocado excesivamente en el componente de investigación científica y han tenido escaso éxito en promover procesos de innovación.


¿Por qué se plantea la exigencia de que las políticas de CTI tengan un mayor impacto en actividades de innovación? Porque desde el inicio el objetivo de los cambios institucionales, legales y presupuestales puestos en marcha estuvo orientado al desarrollo de una política global que vinculara la capacidad de generación de conocimiento con la creación de cambios en la esfera productiva y social. Esto es, con procesos de innovación. Ello no supone negar la existencia ni la importancia de la investigación fundamental y aplicada, sino la inclusión de las políticas de investigación dentro de un marco de políticas de desarrollo socioeconómico.

Lo que argumento en este post es que la concentración de las políticas de CTI en el apoyo a actividades de investigación era un resultado esperable, que las políticas de innovación deben ser mejoradas,  y que sería ingenuo tener expectativas de que en el contexto nacional y en un período tan breve de tiempo se lograra un mayor desempeño innovador.

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En 2007 se crearon el Gabinete Ministerial de la Innovación (GMI) y la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII). El primero -integrado por los Ministerios de Economía, Industria, Agricultura, Educación, la Oficina de Planeamiento y Presupuesto y, más recientemente, el Ministerio de Salud Pública- tiene por cometido la elaboración de objetivos estratégicos y políticas públicas. La ANII, por su parte, se ocupa de la gestión e implementación de programas e instrumentos. Existen debates sobre hasta qué punto las funciones de uno y otro se encuentran claramente separadas y las consecuencias de ello sobre las políticas que se diseñan y aplican, pero ello no es asunto de este post. Lo que interesa destacar aquí es que la nueva institucionalidad jerarquizó la temática de CTI poniéndola a nivel de un gabinete interministerial –anteriormente estaba sólo a nivel de una Dirección del Ministerio de Educación- a la vez que creó un organismo ejecutor que actúa en régimen de derecho privado y cuenta con facilidades para la gestión de fondos públicos, privados e internacionales.

Como fue mencionado, estos cambios estuvieron acompañados de un incremento muy fuerte en el presupuesto destinado a actividades de CTI en general, y también de un incremento de fondos para actividades específicamente de Investigación y Desarrollo (I&D), que casi se triplicaron desde 2006 (RICYT). Este presupuesto está aun lejos del piso de 1% del PIB que se establece a nivel internacional como la base mínima necesaria de inversión en CTI. No obstante, representa un aumento muy significativo para la actividad científica y tecnológica.


Los datos de presupuesto mencionados antes abarcan el gasto público en diversas instituciones. Si miramos específicamente a la ANII, esta Agencia entre 2007 y 2010 ejecutó algo más de 30 millones de dólares. De ese dinero más del 70% de sus fondos en actividades fuertemente concentradas en la formación de investigadores -Sistema Nacional de Becas-, en incentivos a los investigadores -Sistema Nacional de Investigadores, y en oportunidades de investigación -proyectos de investigación. Los recursos destinados a actividades de innovación en empresas u otras organizaciones, así como a actividades de vinculación entre empresas e institutos de investigación es de aproximadamente el 10% del presupuesto. La rendición de cuentas de la ANII presenta lo ejecutado según el objetivo estratégico a que corresponda -considerando los objetivos que fija el Plan Estratégico Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (PENCTI)-  y se publica regularmente en el sitio web de la ANII. Las posibles imprecisiones en los porcentajes mencionados se deben a que la agregación de los montos según objetivo estratégico no se corresponde estrictamente con proyectos de investigación o con actividades de innovación.

Más allá de posibles variaciones menores en los porcentajes mencionados es claro que existe una gran diferencia entre la capacidad de demanda del sistema de investigación científica en relación a la demanda por actividades de innovación.

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Las políticas explícitas de ciencia y tecnología basadas en la promoción de la investigación se conocen desde la segunda mitad del siglo XX y son relativamente sencillas de implementar, si se promueve la excelencia y la pluralidad. Las políticas de innovación –explícitas- en cambio son más novedosas en todo el mundo y son más complejas de implementar básicamente porque además de la generación de conocimiento, requieren de articulación de aspectos económicos y regulatorios, que incluyen la gestión de diferentes tipos de riesgo.

Para el diseño e implementación de las políticas de investigación y para las de innovación existe un cuerpo de gestión capacitado y que cuenta con los recursos necesarios. La diferencia en ambos casos no radica en esto ni tampoco solamente en la mayor complejidad relativa de una u otra área. Creo que una de los principales factores que explican las diferentes proporciones del gasto que se destinan a una y a otra área, radica en que para la política de investigación existe una comunidad objetivo de tales políticas, que está organizada como tal y cuenta con capacidad de acción colectiva. La comunidad de investigadores de Uruguay participa activamente en la definición de la oferta de los programas de C&T. Pero además es una comunidad que – afortunadamente- está cada vez más acostumbrada a participar de formas competitivas por el acceso a fondos para investigar y los investigadores tienen  notoria competencia para constituirse en demanda efectiva de los programas. Creo que esto es muy positivo y está muy lejos de tratarse de un fenómeno de captura de los recursos para CTI por parte de la comunidad académica, sino que es la lógica respuesta de una comunidad académica con capacidad de demanda a un proceso de aumento presupuestal.

En lo que respecta a las políticas de innovación, es escasa la participación de sus potenciales beneficiarios en la definición de la oferta de programas. Además, no sólo se trata de un público objetivo que no tiene hábito, ni a veces las capacidades para constituirse en demandante, sino que muchas veces no es claro que lo que ofrecen estos programas le sea beneficioso. Incursionar en actividades de innovación implica riesgos, no sólo técnicos sino también económicos, y los resultados esperables tienen un horizonte de largo plazo. Según los resultados de las cuatro encuestas de actividades de innovación que se han realizado en la última década en Uruguay, innovar es una actividad relativamente rara en la industria y en los servicios. ¿Qué nos permitiría pensar que en un corto período de tiempo la demanda de fondos para innovar por parte de las empresas habría de incrementarse?

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En síntesis, creo que existe una revalorización de la ciencia, tecnología e innovación, que se expresa en las políticas para la promoción de tales actividades. No obstante las políticas existentes son sumamente perfectibles, y resulta particularmente crítico impulsar el componente de innovación.
El problema de las políticas de innovación no está en una supuesta excesiva capacidad de demanda del sistema científico. Son necesarias más y mejores políticas de tanto de investigación como de innovación. El problema de las políticas de innovación requiere  básicamente fortalecer la demanda de los mismos entre las empresas. Si algo es posible evaluar en este momento es que para que la innovación aumente es necesario pasar de los programas actuales de “ventanilla abierta” a programas proactivos que se definan a partir de problemas presentes en la producción de bienes y servicios. Analizar dónde y para qué se requiere de nuevo conocimiento y definir los mecanismos necesarios para que eso pueda expresarse en una demanda. De esa manera con políticas de basadas en la demanda se contribuiría a revalorizar más la innovación.

Referencias:

www.anii.org.uy
DICYT-MEC (2012) Informe a la Sociedad. Ciencia, Tecnología e Innovación en Uruguay en los últimos años. DICYT-MEC, Montevideo.
Red Iberoamericana de Indicadores de Ciencia y Tecnología (RICYT) Datos por país: http://db.ricyt.org/query/UY/1990,2010/calculados
Imagen tomada de: http://www.imaginaria.com.ar/05/3/bookman.htm




La política a través de los lentes de la fe*



El sábado pasado un grupo de jóvenes mayoritariamente evangélicos y en menor medida católicos llevaron a cabo en Montevideo una marcha en defensa de los valores tradicionales cristianos. Las consignas —como era previsible— incluyeron la condena al aborto (recientemente despenalizado en el país), a la homosexualidad (incluidos el matrimonio y la adopción de niños por parejas del mismo sexo) y al consumo de drogas, entre otros puntos.


La marcha fue convocada para defender los “valores”, así, a secas, y no por ejemplo los “valores cristianos”, o los “valores tradicionales”, o simplemente “nuestros valores”, o lo que fuere, pero era bastante obvio de qué iba el asunto y tampoco existía en los manifestantes intención alguna de ocultar el sustento religioso específico de los valores que estaban siendo reivindicados.

La marcha no fue ciertamente un éxito: no más de un centenar de personas la acompañaron. Muchos piensan que el escaso entusiasmo que generó la convocatoria se debe al carácter teocrático de la reivindicación, es decir, al hecho de que se reclamara una subordinación de la política a un conjunto de valores cuyo fundamento es una fe religiosa particular, una verdad revelada o un texto sagrado.

Sin embargo, no son pocos los uruguayos que ven la política a través de los lentes de la fe. No es verdad que seamos tan laicos ni tan seculares como creemos que somos. En Uruguay las opiniones de las distintas iglesias no son ignoradas en el debate público, más bien al contrario: a veces son tenidas en cuenta en demasía, al extremo de que esas instituciones logran imponer sus visiones particularistas del mundo incluso a aquellos que no formamos parte de congregación ni profesamos fe alguna.

En las democracias contemporáneas las creencias religiosas no siempre están confinadas a la vida privada. Pero deberían estarlo. Hay buenas razones para ello. La principal es que las creencias religiosas son —por su propia naturaleza— esencialmente privadas, no públicas. La fe es un asunto puramente privado: hace a la relación entre el individuo y una supuesta realidad sobrenatural que es públicamente inescrutable. La fe, entonces, no es un asunto público y no puede ser una buena guía para la política. Lo que sigue es un desarrollo de esta idea.

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Las distintas religiones pretenden ofrecer descripciones literales —no metafóricas— de un mundo sobrenatural. El acceso a ese mundo no es público y las pretendidas verdades que puedan decirse de él no están abiertas a escrutinio. No puede mostrarse, en consecuencia, que un dogma religioso cualquiera sea falso, aunque para los creyentes cualquier otra creencia incompatible con ese dogma será necesariamente falsa.

Un cristiano, por ejemplo, jamás convencerá a un judío, sobre la base de algún tipo de evidencia pública, de que Jesús es el salvador, pero está obligado a creer que ese dogma de la fe es literalmente cierto y que todos los que no admitan esa verdad (entre ellos los propios judíos) están equivocados.

Hace unos años, el pontífice romano permitió que se volviera a celebrar la misa según el rito antiguo —es decir, la liturgia anterior al concilio Vaticano II— sin necesidad de un permiso especial. Aprovechó la oportunidad para hacerle también algunas modificaciones muy menores. La liturgia del viernes santo, según el rito antiguo, invitaba en latín a rezar por los judíos para que Dios quitara el velo de sus corazones y así pudieran reconocer a Jesús como el único salvador de todos los hombres. Ese pasaje fue alterado muy ligeramente y en la nueva versión se invita a rezar no para que Dios quite el velo sino para que ilumine el corazón de los judíos a los mismos efectos que antes.

El hecho provocó un pequeño escándalo. Algunos rabinos —italianos y alemanes, sobre todo— se enfurecieron. El nuevo texto litúrgico, a su juicio, apenas maquillaba el pasaje anterior, en que se consideraba a los judíos como un pueblo enceguecido, que debía ser guiado hacia la verdad sobrenatural acerca de Jesús. El enfurecimiento era del todo injustificado si se tiene en cuenta que tres veces al día, todos los días del año, cuando se reúnen en oración en la sinagoga, esos mismos rabinos piden al dios revelado en la Torá que ilumine el corazón de los gentiles, para que un día lo reconozcan como el único dios verdadero.

Así, pues, toda religión describe un mundo sobrenatural con características específicas; esas descripciones pretenden ser literalmente verdaderas. Si Jesús es el hijo de Dios y el cordero dado en sacrificio que quita el pecado del mundo, el cristianismo es verdadero y todas las demás religiones son falsas. Caso contrario, el propio cristianismo es falso. Si la conciencia individual (Atman) es un mero reflejo de la conciencia universal (Brahman), el brahmanismo es verdadero y todas las demás religiones son falsas. Caso contrario, el propio brahmanismo es falso. Y así sucesivamente con los distintos dogmas de las distintas confesiones. El problema es que todos esos dogmas describen un mundo que es inaccesible, que no es investigable a través de los mecanismos cognitivos de que disponemos los seres humanos normales. Todos se apoyan en alguna clase de revelación, ofrecida por medios sobrenaturales, en algún pasado más o menos remoto, a personas elegidas especialmente a tales efectos por una deidad específica o varias de ellas. Ninguna de esas revelaciones puede ser sometida a escrutinio público.

Algunos siglos de secularización (todavía muy pocos, por desgracia) han hecho olvidar a la mayor parte de las personas que las religiones no son como el chocolate, el vino o las mujeres, es decir, que no son un asunto de gustos o de preferencias personales, que uno no puede creer lo que se le antoje en forma liviana, alegre y despreocupada, mientras que el resto de la gente anda por allí creyendo también lo que a ellos se les antoje creer. Cuando esta verdad elemental sobre las religiones estaba fresca en las mentes de los hombres, nadie se sorprendía de que un pontífice romano dijera que sólo hay salvación a través de Jesús —¿qué va a decir si no un pontífice romano?— y que los judíos deben aceptar a Jesús en sus corazones para alcanzar la vida eterna, como todos los demás hombres.

No sé de qué temas discuten los creyentes cuando se unen en un diálogo interreligioso, pero sí sé de qué tema no discuten: no discuten de religión. No lo hacen porque la religión no puede ser discutida. Se la toma o se la deja, pero no se la discute. No se discute si Jesús es el cordero dado en sacrificio; no se discute si Israel es el pueblo elegido; no se discute si Alá es el único dios o hay otros o eventualmente no hay ninguno. En fin, las creencias religiosas se toman o se dejan. No se las acepta tentativamente —como se aceptan, por ejemplo, las hipótesis científicas—, hasta que un día quizás se descubra que son falsas. Simplemente no se puede descubrir que una creencia religiosa es falsa. Las religiones no están abiertas a ninguna forma de refutación. Sin embargo, tampoco constituyen gustos o preferencias personales. Pretenden ser descripciones literalmente verdaderas de una supuesta realidad trascendente. Pero el fundamento de esas descripciones es puramente privado, igual que los gustos y las preferencias personales. Las diferencias religiosas se pueden tolerar, pero no se pueden zanjar por medio de la argumentación.

Esa es la razón por la cual las religiones no pueden tener jamás un protagonismo en los asuntos públicos; al menos un protagonismo que sea legítimo. Esto no quiere decir que las iglesias deban ser perseguidas o que sus fieles deban ser hostigados. Cada quien es libre de creer lo que quiera, incluso historias fantásticas sobre deidades y sus alianzas con los hombres, profetas, vírgenes que dan a luz, conciencias cósmicas y demás asuntos sobrenaturales. Lo que el Estado debe asegurar es que nadie sufra persecución por creer lo que sea que crea. Y punto. Nada más. Las creencias privadas se quedan en la vida privada y las otras se confrontan en los espacios públicos.

Uno de los participantes de la marcha del sábado portaba orgulloso un cartel que decía: “Dios no cambia”. Es verdad. Y también es verdad que las creencias religiosas tampoco cambian. Son inmutables e inescrutables. Y también son esencialmente privadas. En ese ámbito deberían quedarse.

* Este texto es una versión modificada y actualizada de la columna “La fe no es un asunto público” que apareciera previamente en el semanario Brecha.

Sobre el voto obligatorio en Uruguay


No cabe duda que hay que cambiar muchísimas cosas en Uruguay. Tenemos instituciones y prácticas que necesitan serias revisiones. Sin embargo, aquí quiero detenerme en algo que hemos hecho muy bien durante algún tiempo: mantener la obligatoriedad del voto o mejor dicho, la obligatoriedad a participar en las elecciones. Actualmente, una minoría de países cuentan con un sistema de voto obligatorio.i Participar mediante el voto es voluntario en la mayoría de las democracias del mundo, aún cuando los niveles de votación y participación ciudadana en política parece descender año tras año.

Existe una literatura extendida en ciencia política que revisa los argumentos para defender tanto el voto voluntario como el voto obligatorio.ii El argumento normativo más utilizado para defender el voto voluntario dice que votar es un derecho y no una obligación. La idea es que cada ciudadano es libre de elegir participar o no en la principales decisiones democráticas de su comunidad política. En ese sentido, se sostiene que un esquema de voto obligatorio representa una interferencia en nuestra libertad de elección. Si en vez de votar en las elecciones nacionales, yo prefiero quedarme en mi casa, nadie debería obligarme a hacer lo contrario. El voto obligatorio, dicen sus detractores, no es otra cosa que una violación de la libertad individual y por ende una violación a los principios básicos sobre los cuales se fundamenta cualquier régimen democrático. Asimismo, otros sostienen el argumento empírico (aunque difícil de medir) sobre la existencia de una mayor probabilidad de votante que voluntariamente vota este más informado -y por tanto tome mejores decisiones- que el votante que obligadamente debe concurrir a las urnas. De esa forma, aún cuando pocos voten, estos serán en proporción votantes más informados y capaces de tomar mejores decisiones.iii

Pero tenemos algunas razones para dudar de la fuerza de estos dos argumentos. Para empezar, existe una preocupación importante sobre la calidad de los sistemas democráticos en el mundo. Precisamente, la participación política (ya sea mediante el voto u otra actividades) es una de las variables que se considera esencial para evaluar la salud de los regímenes democráticos. La apatía y el descreimiento con el proceso democrático se puede ver claramente cuando una buena parte de la población no concurre a las urnas. Ese dilema ha producido una importante literatura que explora otras alternativas para acercar votantes tales como la persuasión (explicarle a la ciudadanía la importancia de votar) o crear un sistema de incentivos (básicamente premios por votar, tales como una compensación monetaria u otros beneficios). Por ejemplo, en las elecciones nacionales de 2008 en Estados Unidos, Barack Obama fue elegido presidente con un 53% de los votos frente a un 46% de John McCain. El punto preocupante fue, sin duda, que un 43% de población de potenciales votantes (unos 97 millones de personas) decidieron no votar.

La pregunta evidente es: si es existen diferentes motivos para pensar que es importante que la gente vote y participe en política, ¿por qué no implementar un sistema de voto obligatorio? Como vimos, el argumento normativo a favor del voto voluntario dice que una institución electoral de esa naturaleza interfiere contra nuestra libertad individual. Esto es algo que atentaría contra un principio básico de la democracia como lo es la libertad que cada ciudadano tiene de participar. No obstante, creo que hay al menos dos problemas con ese argumento. El primero es que si bien la libertad individual es un valor primordial en un sistema democrático, hay interferencias que son inevitables siempre y cuando queramos tener una sociedad cuyas instituciones funcionen y sean estables. Por ejemplo, el sistema tributario interfiere con nuestras acciones. Un impuesto es un mecanismo legitimado para tomar dinero de nuestros ingresos. El tema es que sin esa interferencia difícilmente podamos tener acceso a las leyes y al aparato coercitivo que facilita la posibilidad de que tengamos propiedad privada y un salario en primer lugar. El razonamiento con el voto obligatorio es similar. Si votar es una actividad importante para el funcionamiento de la democracia- esa misma democracia que da garantías para que disfrutemos de nuestras libertades individuales- entonces deberíamos tomar medidas que faciliten el funcionamiento eficiente y estable de las instituciones democráticas. Y para hacer eso debemos tomar en cuenta los costos y beneficios de tomar diferentes estrategias motivacionales. Si el costo de un esquema de voto obligatorio en nuestra libertad individual es ir a las urnas un par de veces cada cuatro años, esa carga parece bastante menor en relación a los beneficios que un sistema democrático nos proporciona. Una democracia disfuncional seguramente afecte nuestra libertad individual de formas que son mucho mas costosas que ir a votar un par de veces cada cuatro años.

Claro, el argumento de que el voto obligatorio tiene efectos positivos sobre el funcionamiento democrático es empírico. Aunque existen buenas razones para creer que un sistema obligatorio lleva a los ciudadanos a interiorizarse con el proceso y a tomar mejores decisiones, debemos mejorar los instrumentos para medir esas intuiciones. Lo que resulta claro, sin embargo, es que el argumento sobre los efectos que el voto obligatorio tiene sobre nuestra libertad individual es desmedido. No todas las libertades individuales pueden ser evaluadas con la misma medida. Mi libertad de negarme a recibir la vacuna contra la tuberculosis es menos prioritaria que la libertad y oportunidad del resto de la población a no vivir junto a un potencial foco infeccioso. De un mismo modo, mi libertad de manejar a 160 quilómetros por hora no puede anteponerse a la libertad del resto a transitar por la calle de un modo seguro. Obviamente, en estos dos ejemplos el efecto de mis acciones sobre otras personas son más fáciles de identificar que el efecto que mi apatía y desinterés por votar puede tener sobre mi mismo y sobre el resto de la ciudadanía. En cambio, lo que si es seguro es que un sistema de voto obligatorio bien diseñado incrementa considerablemente los niveles de votación y genera interferencias mínimas en nuestra libertad individual. Decir que aún ese tipo de interferencia es significativamente perjudicial para nuestra autonomía, es llevar el argumento a un extremo difícil de sostener.


iEl numero de países con voto obligatorio es engañoso. Eso sucede porque dos razones. Primero , hay países en donde el voto obligatorio es simbólico (e.g. Costa Rica, Grecia) y tiene poco efecto en el comportamiento electoral de la ciudadanía. Segundo, en otros países es obligatorio votar siempre y cuando uno se haya registrado voluntariamente para votar. Argentina, Australia, Bélgica, Ecuador, Luxemburgo, Perú, Singapur y Uruguay son algunos de los pocos países donde el voto obligatorio es puesto en práctica. Por más detalles ver: http://www.idea.int/vt/compulsory_voting.cfm
iiDos argumentos adicionales a favor del voto obligatorio son: (1) las decisiones tomadas por un gobierno democrático son más legítimas cuando si un amplio porcentaje de la población participa de las mismas. (2) El voto tiene un efecto educativo sobre el comportamiento democrático de los ciudadanos. Cuando el voto es obligatorio, los partidos no tienen que gastar recursos y tiempo intentando convencer a los ciudadanos acerca de la importancia de votar. Aquí no tengo espacio para evaluar la fuerza de estos argumentos. Una clásica defensa del voto obligatorio puede encontrarse en: Lijphart, Arend. “Unequal Participation: Democracy’s Unresolved Dilemma.” American Political Science Review (1997): 1–14. Por discusiones más recientes ver: Engelen, Bart. “Why Compulsory Voting Can Enhance Democracy.” Acta Politica 42, no. 1 (2007): 23–39. Saunders, Ben. “Making Voting Pay.” Politics 29, no. 2 (2009): 130–136. Birch, Sarah. 2009. Full participation. A compartive study of compulsory voting. United Nations University Press. Keaney, E. and Rogers, B. 2006. A Citizen’s Duty: Voter Inequality and the Case for Compulsory Turnout, Institute for Public Policy Research, Disponible en: http://www.ippr.org.uk/ecomm/files/a_citizens_duty.pdf.
iii Otro argumento empírico contra el voto obligatorio es que este tipo de sistema puede llevar a una situación electoral en donde los ciudadanos no se preocupan por qué opción terminan votando. Eso lleva a un gran numero de votos al azar y de votos en blanco.


Diseños institucionales para la educación: propuestas radicales (y otras no tanto) para reflexionar

Foto: Inés Arioni
El debate sobre la problemática que enfrenta la educación en Uruguay está instalado desde hace varios años. El preocupante desempeño de Uruguay en las pruebas PISA, en particular el elevado grado de disparidad en los resultados y el relativo estancamiento en el tiempo,  han sido ampliamente comentados. Otro indicador alarmante, también ya de común conocimiento, es el bajo porcentaje de jóvenes que finaliza la educación secundaria. En 2009, el porcentaje de jóvenes de 20 años que había finalizado la educación secundaria en Uruguay era de 33% frente a un 62% en Argentina y 76% en Chile, ubicándose sólo por encima de Nicaragua, Honduras y Guatemala en el contexto Latinoamericano.[1]

A inicios de octubre, Erik Hanushek, reconocido economista especializado en temas de educación, visitó Uruguay. En dicho marco, sugirió una serie de recomendaciones de políticas para mejorar el desempeño de la educación, que resumió en cinco puntos: exámenes centralizados, rendición de cuentas, autonomía/descentralización, elección de escuelas (school choice) e incentivos al desempeño. Es posible que a muchos estas propuestas no les resulte una novedad ya que su esencia data de la década del sesenta. Como se puede apreciar, se procura aplicar a la educación los pilares de la economía mainstream: se apuesta a una solución de mercado en la que mediante sistemas de información accesible al público, se exige a los proveedores rendir cuentas del valor agregado generado en el aprendizaje, al tiempo que se brinda la posibilidad a los usuarios de elegir el centro educativo que consideren más adecuado. De este modo, se espera que la competencia por la captación de estudiantes incremente la eficiencia de los servicios. Asimismo, se hace énfasis en los incentivos monetarios ligados al desempeño educativo como herramienta para mejorar la calidad de la enseñanza.

Si bien considero que los principales problemas del sistema educativo uruguayo no se reducen a problemas de diseño institucional, ya que también responden en gran medida a problemas sociales que trascienden a la educación así como a contenidos de la enseñanza y prácticas educativas, pienso que de todos modos el diseño institucional tiene algo que explicar. Las recetas economicistas sobre cómo diseñar las instituciones que hacen énfasis en las bondades de la información de acceso público y las soluciones de mercado tienen serias limitaciones. De todos modos, considero que vale la pena comentar algunos de los planteos anteriormente mencionados y procurar ahondar en sus implicancias y en la evidencia que los sustenta.

Algunas de las políticas que sugiere Hanushek son altamente interdependientes y cobran sentido si son implementadas al unísono. En particular, un elevado grado de descentralización y la divulgación de resultados de exámenes estandarizados van de la mano con un sistema en el que los usuarios eligen a qué centro educativo asistir mediante bonos por estudiante (vouchers). Resulta complejo pensar en la viabilidad de la implementación en el mediano plazo de este conjunto de propuestas en el sistema educativo uruguayo. Más aun, no es evidente que ello sea deseable. Para empezar, el propio Hanushek en un estudio en el que compara el desempeño de distintos países en las pruebas PISA, concluye que si bien una mayor autonomía en materia de currícula tiene efectos positivos en países desarrollados, el efecto es negativo en países en vías de desarrollo.[2]

Por otra parte, en lo que refiere a los sistemas de school choice, a priori uno tendería a pensar que estos pueden incrementar la segregación socioeconómica en las escuelas y la desigualdad en la provisión educativa dado que es de esperar que los sectores más aventajados realicen mejores elecciones que los más desventajados, fruto de un mayor acceso a la información. Sin embargo, Harry Brighouse, filósofo especializado en temas de educación, plantea que todo sistema proporciona oportunidades de elección. En los sistemas en los que el school choice no es explícito, además de siempre existir la posibilidad de recurrir al sistema educativo privado, se deja librada la elección de los centros educativos al mercado inmobiliario, es decir, a las decisiones residenciales de las familias y ello de por sí produce fuertes desigualdades. En el caso uruguayo, las disparidades de desempeños educativos son sustanciales y se podría pensar que en buena medida esto se debe a un creciente proceso de segregación residencial que a su vez se amplifica a través de la retroalimentación entre pares en las escuelas. Brighouse plantea que lo relevante en términos del impacto distributivo de los sistemas de school choice es el tipo específico de régimen de elección. Estos pueden variar en el grado de: provisión pública, regulación, progresividad y focalización de los vouchers (por ejemplo en el caso holandés el voucher tiene un mayor valor para estudiantes de bajo nivel socioeconómico).[3] Más allá de estas características, existen otros detalles institucionales que también debieran ser cuidadosamente considerados ante la eventual implementación de este tipo de sistemas: un aspecto crucial es que dado que no es posible asignar a cada estudiante a su primera elección de centro, es preciso diseñar un mecanismo de asignación. En este sentido, varios estudios señalan que dichos mecanismos pueden resultar extremamente complejos y ello fomenta que las familias cometan errores sistemáticos en sus solicitudes.[4]

Retomando las recomendaciones planteadas por Hanushek, implementar incentivos directos al desempeño, adicionales a las remuneraciones docentes ya existentes, parece ser un cambio relativamente menos controversial y que a su vez presenta menos interdependencias con el resto del “paquete”. El fundamento de los incentivos ligados al desempeño en el aprendizaje se deriva de que se ha observado extensamente que la antigüedad, característica que usualmente determina la remuneración docente, no es explicativa del desempeño en el aprendizaje de los alumnos (al igual que el resto de las características observables de los docentes). En el contexto Latinoamericano este tipo de incentivos directos se aplica actualmente en algunos estados de Brasil y también en Chile.[5] Considero que merece la pena describir brevemente el programa implementado en el estado de Pernambuco (Brasil) en virtud de que una reciente evaluación del mismo indica mejoras en el desempeño educativo.[6] El programa iniciado en 2008, supone el otorgamiento de bonificaciones salariales anuales al conjunto del plantel docente de una escuela en caso de registrar mejoras en el desempeño en materia de aprendizaje. El programa fija metas de desempeño a nivel de grado en relación al nivel alcanzado por una cohorte anterior en dicha escuela. Es decir, tiene en cuenta el punto de partida, fijándose metas diferenciales para escuelas de desempeños bajo, intermedio y alto. Las metas por grado se fijan en base a índices que consideran los puntajes en pruebas estandarizadas (en matemática y lectura) y la tasa de promoción del grado. Ello procura desincentivar la promoción automática de aquellos estudiantes que no estén aprendiendo pero a la vez desincentiva tasas de repetición elevadas. Para recibir un bono, la escuela debe alcanzar al menos un 50% de la mejora esperada y el tamaño del incentivo depende de qué tan cerca se ubique la escuela respecto a la meta fijada para esta. El bono es recibido por todo el personal docente de la escuela y en promedio hasta el momento se ha ubicado entre 1 y 2 salarios mensuales por año. Uruguay ya cuenta con una vasta experiencia en pruebas estandarizadas. En particular, en los últimos años desde el lanzamiento de las evaluaciones en línea, dichas pruebas se han expandido sustancialmente. En este sentido, pareciera que se cuenta con las condiciones necesarias para poder implementar una política de la índole.

En suma, este post pretende aportar elementos para la reflexión sobre los desafíos del sistema educativo, enfatizando en que los detalles de cualquier diseño institucional pueden resultar en significativas diferencias en los resultados.






[1] Sourrouille F (2009) “Obstáculos a la plena escolarización y configuraciones educativas en América Latina. Distintas formas que asume la desigualdad.” Sistema de Información de Tendencias Educativas en América Latina.

[2] Hanushek, E.; Link S. y Woessmann, L. (2012) “Does School Autonomy Make Sense Everywhere? Panel Estimates from Pisa.” NBER Working Paper No. 17591.

[3] Brighouse, H. (2008) “Educational Equality and Varieties of School Choice”, Feinberg W y Lubieski C. (eds), en School Choice Policies and Outcomes: Empirical and Philosophical Perspectives, Suny Press.
[4]Abdulkadiroglu, A. y Sönmez T. (2003) “School Choice: A Mechanism Design Approach”. American Economic Review, 93(3): 729-747 y Lai, F. Sadoulet,  E. y de Janvry A. (2009) “The Adverse Effects of Parents’ School Selection Errors on Academic Achievement: Evidence from the Beijing Open Enrollment Program.” Economics of Education Review, 28(4): 485-496. Ajayi, K. (2011) “A Welfare Analysis of Social Choice in Ghana.”

[5] Para profundizar en las características del sistema chileno ver: http://www.mineduc.cl/index.php?id_portal=63
[6] Bruns, B. y Ferraz, C. (2012) “Paying Teachers to Perform in Brazil: Impact of Pernambuco's teacher bonus program.” LACEA 2012.



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