Augusto Gregori, Coordinador de Limbos

“Coordinador de Limbos”. Eso es lo que debería decir la tarjeta de presentación del actual Coordinador de los Servicios de Inteligencia del Estado. Y también la del próximo y la del siguiente, mientras la prometida y reclamada Ley Nacional de Inteligencia siga demorada.

Una de las consecuencias visibles del lamentable asunto del “video militar” conteniendo amenazas contra el gobierno y miembros del Poder Judicial fueron las críticas (tanto oficialistas como de oposición) hacia el Coordinador de Inteligencia. Algunos cuestionaron la idoneidad de quien ocupa el cargo. Otros atacaron directamente al cargo argumentando, palabras más palabras menos, que concentra demasiado poder en un funcionario público sin establecer límites claros a su acción ni mecanismos eficaces de control judicial ni parlamentario.

La última parte del argumento es válida. El lacónico artículo 59 de la ley de Presupuesto 2005-2010 que crea este cargo y el decreto de 2010 que reglamenta su actividad no incluyen más que algunas fórmulas genéricas para describir qué debe y qué no puede hacer el Coordinador. Y omiten por completo señalar quién y cómo fiscaliza su actividad. De hecho, el último artículo de ese decreto apela al autocontrol de quien ocupe el cargo[1]. Además, como el Coordinador reporta al Presidente y no a un Ministro, ni él ni su máximo jerarca político pueden ser llamados en consulta o interpelados por el Legislativo.

En cambio la crítica a la acumulación de poder no parece muy sólida. Ni la ley ni el decreto establecen mecanismos formales por los cuales el Coordinador pueda asegurarse la cooperación de los varios organismos que supuestamente coordina, repartidos en los Ministerios de Defensa, Interior, Economía y Finanzas, Relaciones Exteriores y el Banco Central. En la práctica sólo le queda el recurso de intentar obtener apoyo activo de esos Ministros y Directores, para que ellos a su vez “incentiven” a las organizaciones a su cargo a colaborar. Ese mecanismo parece bastante indirecto e ineficaz en un área en la que, según coinciden opiniones de distintos sectores políticos, priman las desconfianzas y rivalidades[2].

Además la mayoría de los críticos olvidaron mencionar que, desde el punto de vista de la falta de garantías para la preservación de los derechos individuales la situación era tan seria antes de que este cargo fuera creado y ocupado como lo es ahora. En efecto, la responsabilidad formal de coordinación de todos los organismos de inteligencia nacionales estaba, desde fines de 1999, a cargo de la Dirección Nacional de Inteligencia de Estado. La DINACIE es un organismo conformado por militares en actividad, que reporta directamente al Ministro de Defensa. El decreto que le dio vida (405/999) tampoco establece con suficiente precisión sus cometidos, los métodos que puede emplear, ni ningún tipo de mecanismo específico de control judicial ni parlamentario. Lo mismo sucede para los departamentos de inteligencia del Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Prefectura Nacional (dependiente de la Armada), así como en el caso de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia (DNII) y otras dependencias del Ministerio del Interior.


Un juego que necesita reglas escritas…

A riesgo de sonar como un abogado quejoso voy a decir que para empezar a arreglar estos entuertos hace falta una buena ley. La experiencia internacional da algunas buenas pistas sobre lo que esa norma debería establecer[3].

Primero, la ley debería explicar que hacer inteligencia no es otra cosa que recopilar y analizar información sobre tendencias, hechos o personas que puedan afectar intereses públicos que el Estado debe preservar, generando reportes útiles para los tomadores de decisión relevantes. Eso excluye, por ejemplo, la acumulación de datos por parte de las agencias de inteligencia, por el sólo hecho de que parezcan interesantes o útiles a quienes las dirigen.

Segundo, debería indicar mediante qué procedimientos se puede generar inteligencia. Usualmente, la mayoría de la información utilizada proviene de fuentes de acceso público (prensa, trabajos académicos, estadísticas estatales y privadas, etc.). Sólo una pequeña parte requiere trabajos de “espionaje” (intercepción de comunicaciones, seguimiento de personas, etc.). Para ésta última categoría es deseable exigir autorización judicial previa y expresa, que deba ser renovada periódicamente.

Tercero, tiene que definir expresa y taxativamente cuáles son los organismos del Estado que están autorizados a recopilar información mediante procedimientos especiales que pongan “en suspenso” determinadas garantías individuales.

Cuarto, debe distribuir claramente el trabajo entre estos organismos para evitar duplicación de esfuerzos. Eso se puede logar definiendo específicamente en torno a qué intereses o problemas públicos debe generar información cada agencia. En el mismo sentido, hay que determinar quiénes son los “clientes” para los que trabaja cada agencia. En otras palabras, quiénes son los tomadores de decisión que utilizarán los análisis producidos. Son ellos, además, quienes evaluarán la eficacia de la agencia considerando la utilidad de los reportes que produce.

Quinto, es importante determinar con precisión los casos en que las agencias de inteligencia pueden estar exoneradas de cumplir con algunas de las disposiciones de la Ley de Derecho de Acceso a la Información Pública. Para que estos organismos sean efectivos algunas de las actividades que realizan y buena parte de la información y análisis que producen deben ser mantenidas en reserva. Este es un argumento aceptado en todo el mundo. Pero ese beneficio nunca puede ser total o indefinido en el tiempo. Es necesario establecer reglas claras para evitar la tendencia natural de los organismos de inteligencia y seguridad a extender más allá de lo razonable esa reserva. Este es un punto delicado, que requiere una reglamentación cuidadosa y sofisticada para alcanzar equilibrios saludables entre transparencia y eficacia. Para ello puede resultar particularmente útil investigar a fondo experiencias de otros países.

Sexto, tiene que indicar las responsabilidades y obligaciones de quienes producen y difunden inteligencia, así como las sanciones que les correspondan cuando las incumplan.

Finalmente, la ley debe organizar el contralor parlamentario de la actividad de las agencias. Usualmente se requieren mecanismos específicos de rendición de cuentas, diferentes a los que rigen en cualquier otra área de políticas públicas. Es recomendable por ejemplo generar comisiones parlamentarias especiales de seguimiento de éstos temas, cuyos integrantes tengan obligaciones de reserva especiales. También es recomendable estandarizar formatos de reportes y reglas para las instancias de rendición de cuentas orales de los responsables de las agencias ante los miembros de la comisión.


Voluntad hay…

Todos los partidos políticos han expresado, en muchas oportunidades, la necesidad de tener una Ley Nacional de Inteligencia. El Frente Amplio se comprometió abiertamente a promoverla como parte del paquete de reformas del sector defensa que se inició con la Ley Marco de Defensa Nacional, aprobada por todos los partidos en 2010. El actual Ministro ha reiterado su interés de generarla en el correr de este período legislativo. Legisladores blancos, colorados e independientes la reclamaron insistentemente a raíz del nombramiento del primer Coordinador y durante el affaire “video militar”. Incluso el colorado José Amy llegó a presentar un proyecto de ley provisorio para regular la tarea del Coordinador hasta tanto se creara la ley. En resumen, parece haber voluntad política suficiente para regularizar espacios que hoy son más bien limbos de la actividad del Estado. Esperemos que también haya la pericia técnica necesaria para generar regulaciones de calidad.



[1] “El Coordinador… deberá adoptar las medidas conducentes para prevenir y evitar todo abuso o exceso en el ejercicio de las atribuciones o facultades que le otorgue el presente reglamento y velar en todo momento porque los procedimientos empleados respeten las garantías consagradas en la Constitución de la República” (Dec. 225/010 de 26 Julio 2010).

[2] Ver por ejemplo opiniones del Diputado José Amy (Vamos Uruguay/Partido Colorado) y del Presidente José Mujica sobre la tradicional falta de colaboración entre agencias de inteligencia.
[3] Ver Fluri, Phillipe et al, 2007 “Hacia un control democrático de las actividades de inteligencia: estándares legales y métodos de supervisión”. Geneva Centre for the Democratic Control of Armed Forces, Ginebra.

La reducción de la edad de imputabilidad: ¿Estratégicos, ignorantes, e inmorales?

I. Las chapulinas de Bordaberry

No sabía qué postura tomar, estaba tratando de pensar respecto a la baja de la edad, pero ni bien vi las chapulinas coloradas de Bordaberry en la rambla de pocitos el domingo, me decidí: No voy a pensar esto un carajo porque no es de pensar este debate” (Desbocatti, 11/04/2011).

Lamentablemente este comentario refleja el nivel del verdadero debate en Uruguay acerca de la disminución de la edad de imputabilidad penal en los jóvenes que cometen delitos (o en conflicto con la ley). Sorprende y entristece la baja calidad de la discusión, tanto en sus defensores como en los críticos. Personalmente, encuentro problemática la reducción de la edad de imputabilidad penal. Creo que existen argumentos en su contra tanto por la debilidad del diagnóstico, las razones morales de establecer este tipo de castigo a los jóvenes, la dudosa eficacia de sus resultados, la incoherencia de establecer nuevas responsabilidades penales pero no nuevos derechos, o inclusive el procedimiento empleado (plebiscito). No obstante, en lugar de profundizar esta discusión prefiero concentrarme en algo más básico y que me tiene preocupado: creo que quienes comparten mi posición respecto a este tema a veces incluyen argumentos inadecuados.



II. ¿Estratégicos, ignorantes e inmorales?


La mayoría de las veces lo primero que se señala es que quienes defienden éste tipo de propuestas carecen de motivación genuina por resolver el problema del delito juvenil. Sus verdaderas intenciones son político – electorales. En lugar de concentrar todos los esfuerzos en los problemas de la propuesta se opta por descalificarlos de “impuros electoralistas” lo cual es innecesario e irrelevante a los efectos del debate. La propuesta de reforma puede ser excelente o espantosa independientemente de sus motivaciones estratégicas ocultas (o sea, no hay que pagar el precio de la ingenuidad para discutir ignorando esas motivaciones). Adicionalmente, el peligro de este tipo de críticas es que rápidamente pueden ser replicadas apelando a la misma lógica y debilitando aun más la discusión. ¿Qué impide a Bordaberry y cía. señalar que los que lo critican también sólo tienen intenciones espurias ocultas (por ejemplo, impedir que los partidos tradicionales logren desbancar al Frente Amplio del Gobierno)? ¿Qué ganamos en términos de soluciones para el problema de fondo cuando el debate se transforma en este fuego cruzado de estrategias no reveladas?

En segundo lugar, los que presentan este tipo de propuestas (y los que las respaldan) son calificados directa o indirectamente de ignorantes. Es decir, están aplicando y apoyando medidas que probadamente jamás han funcionado en ninguna parte del mundo. En algunos casos se señala que existe evidencia empírica en Uruguay citándose como ejemplo de endurecimiento penal inefectivo las modificaciones legales de los años 1995 y 2000 que solo provocaron un aumento del delito y la población carcelaria. En definitiva, asumir racionalidad en los que cometen delitos, y en particular en los jóvenes, es un error que lleva a políticas ineficaces.

Es importante señalar que este tipo de frases tajantes sobre políticas que nunca han funcionado no suelen ir acompañadas de referencias o estudios que las respalden. Con esto no estoy queriendo dar a entender que la investigación internacional respalde este tipo de propuestas. Es verdad que existen muchos estudios que cuestionan la idea del ofensor racional y la inefectividad de la severidad como estrategia de reducción del delito. No obstante, también existe mucha investigación de nivel que afirma lo contrario. No entiendo porqué se asume que la carga de la prueba la tienen solo los proponentes de la reforma. Por otra parte, la apelación a las reformas legales en Uruguay como prueba concluyente ilustra la idea problemática que se posee acerca de cómo evaluar la efectividad o inefectividad de una política. Aun sin plantearnos las máximas exigencias metodológicas para evaluar políticas (experimentos o alguna variante cercana), al menos debería presentarse un análisis estadístico más sofisticado que involucre el control de las variables decisivas, y no una simple asociación descriptiva entre cambios legales y tendencias en la población penitenciaria.

En tercer lugar, se argumenta que estas propuestas de reforma son anacrónicas por que nos retrotraen a medidas antiguas que Uruguay intentó implementar hace más de 70 años y encima en épocas de dictadura! Adicionalmente implican una violación de la normativa vigente internacional en derechos humanos, lo cual implicaría que Uruguay no ratificaría la Convención de los Derechos del Niño (CDN) quedando en compañía de países como USA! En definitiva, los defensores de esta propuesta o bien son (nuevamente) ignorantes, o bien no consideran importante el respeto de los derechos humanos.

Nuevamente hay una descalificación apelando a elementos dudosos. Que una propuesta reflote un aspecto planteado hace muchos años no la hace necesariamente negativa, salvo que asumamos que existe una inevitable evolución positiva de nuestras instituciones sin retrocesos o zig zags. De hecho, si finalmente lograra imponerse este cambio jurídico y dentro de muchos años intentáramos su modificación (volver a los 18 años como línea base de responsabilidad penal adulta), ¿aceptaríamos que nos rechazaran simplemente apelando a su antigüedad? También encuentro inadecuado sugerir una asociación entre esta propuesta y períodos de dictadura o a países con mala fama en términos de derechos humanos. Resulta obvio señalar que más allá de la desaprobación que nos genere un período de dictadura, pueden surgir instituciones que consideremos parcial o completamente positivas (la reforma vareliana, valorada por muchos en Uruguay, se llevó adelante durante la dictadura de Latorre). Dicho de otro modo, para evaluar cuan adecuadas o inadecuadas son la reforma vareliana o la reducción de la edad de imputabilidad debemos concentrarnos en las razones internas de la discusión educativa o criminológica, y podemos desentendernos totalmente de los contextos de donde surgieron. Algo similar sucede con la apelación a que Uruguay quede en compañía de USA. Si algún día USA (o cualquier otro país del cual se tenga una opinión negativa en materia de derechos humanos) suscribe la CDN. ¿Constituye una razón para que Uruguay dejara de ratificarla? Finalmente, tampoco me resulta justo plantear que como la propuesta viola la CDN ello transforma automáticamente en sus defensores en ignorantes o en personas desinteresadas por el respeto de los derechos humanos.

En forma convincente los especialistas señalan que la propuesta tiene fallas y contradice a la CDN. Ahora bien, la discusión no se agota simplemente en ese punto jurídico. Es importante plantear la discusión sobre cómo y porque bajar la edad de imputabilidad penal en los jóvenes es un problema en términos de los derechos humanos. Y ello involucra al menos parcialmente una discusión muy compleja acerca de que significan esos derechos humanos y como se conectan con dos aspectos centrales: i) qué buscamos cuando castigamos penalmente y ii) como definimos la agencia moral de aquellos a los que castigamos. ¿Cuándo y bajo qué condiciones establecemos que alguien es un agente consciente de sus actos, capaz de distinguir entre el bien y el mal, y por ende susceptible de ser juzgado como tal? No puedo profundizar en este tema por falta de espacio y de capacidades intelectuales, pero más allá de lo que establezcan los marcos legales, este no es un debate para nada saldado en la discusión actual donde participan la criminología, derecho penal, filosofía del castigo, sicología, neurociencia, etc. Dado lo complejo y discutible del tema, no estoy seguro que sea adecuado señalar sin más que, los que pretenden disminuir la edad de imputabilidad, por tener cortocircuitos con la CDN automáticamente pasan a carecer de preocupación por el respeto de los derechos humanos.

III. Pase lo que pase perdemos

En definitiva, aun estando en contra de esta propuesta de reforma legal, me preocupa enormemente que las critiquemos de esta forma. No solo creo que es innecesario (dado que existen muy buenas razones para cuestionar esta propuesta) sino que además este tipo de victorias retóricas son miopes y peligrosas.

Si el objetivo es defender los derechos humanos de los jóvenes e intentar diseñar las políticas penales más justas y eficaces que podamos imaginar, debatir en estos términos es contraproducente. En lugar de buscar la mejor versión de esta reforma, de sus defensores y de la ciudadanía que los respalda, en lugar de tender puentes de diálogo, discusión y aprendizaje, los descalificamos y etiquetamos como jugadores triplemente inadecuados: i) estratégicos / mal intencionados, ii) ignorantes, iii) inmorales o indiferentes ante los derechos humanos. Arrinconándolos en ese lugar, no hacemos otra cosa que favorecer su versión más antagónica y punitiva. Adicionalmente, ello también empobrece nuestra posición ya que discutimos sistemáticamente con una caricatura que no nos desafía a refinar y reelaborar nuestros argumentos y principios. Quienes estamos en contra de este tipo de propuestas hemos de preguntarnos, ¿cuánto hemos colaborado indirectamente en estos últimos años para el surgimiento de estas posturas punitivas? ¿En qué medida, las hemos favorecido tanto por la vía de la descalificación de otras versiones menos extremas del pasado como por no haber sabido ofrecer alternativas interesantes que generasen confianza y legitimidad en la oposición y en la ciudadanía en general?

En los últimos 30 años en muchos estados de USA o de Canadá, en Reino Unido, Australia y buena parte de Europa Continental se han promovido reformas de los sistemas penales juveniles y en muchos casos se ha apostado a bajar la edad de imputabilidad. Actualmente no son pocos los países del mundo en los cuales la edad está por debajo de los 18 años. Honestamente, me provoca bastante temor que esta propuesta triunfe en Uruguay. No obstante, aun imaginando el mejor escenario donde la propuesta no prospere, me pregunto, ¿qué valor tendrá si lo logramos discutiendo de esta manera? Mi impresión es que será una victoria efímera y no dejará lecciones, acumulaciones y puntos de encuentro para pensar juntos un sistema penal juvenil justo, eficaz y creíble que permita enfrentar el futuro en forma más optimista. Por eso, si seguimos discutiendo así, perdemos siempre, independientemente del resultado.

La encrucijada de defender las instituciones


En la ciencia política, existe consenso sobre la importancia que tiene para la democracia tener instituciones políticas sólidas, que funcionen correctamente y sean respetadas por la ciudadanía. La combinación de esos atributos, si bien no asegura la permanencia del sistema democrático, aumenta sus probabilidades de sobrevivir. Uruguay, en la región, es puntero en el tema; se encuentra entre los países de América Latina con niveles más altos de confianza en las instituciones y apoyo al sistema político[i]. Sin lugar a dudas esto ha ayudado a formar su imagen de país serio, con problemas importantes, pero serio al fin. Es en este contexto que los vaivenes del Presidente José Mujica y su partido en relación al tema de la anulación de la Ley de Caducidad, en particular durante los últimos días (o semanas a esta altura), no parecen un buen indicador. No porque incurran en prácticas antidemocráticas, pero sí porque podrían debilitar el capital político que con tanto tiempo y esfuerzo el país construyó.
Es claro que la Ley de Caducidad está entre los temas más conflictivos y de difícil resolución que ha tenido que enfrentar el país desde su retorno a la democracia, pero las idas y vueltas que el tema ha tenido en los últimos meses presentan la característica de poner en cuestión el respeto por una institución de la que el país tanto se enorgullece: el pronunciamiento popular a través del plebiscito. De esta manera, tornan menos serias las decisiones políticas.
Mujica dijo que no iba a hacer uso de su veto presidencial (lo cual hubiera sido legítimo), pero sí visitó de forma sorpresiva (lo cual también es legítimo) la bancada de diputados del Frente Amplio en el Parlamento para plantear los problemas que considera implica la anulación de la ley [ii]. En estos momentos, la discusión dentro del Frente Amplio ronda en la posibilidad de derogar la ley en vez de anularla, realizar una convocatoria a referéndum ratificatorio de la norma, en quiénes serían los diputados que votarían la anulación, en lo que decidirá el Plenario Nacional del Frente Amplio el próximo sábado 14 de mayo, y seguramente otros hilos de esta madeja se seguirán desarrollando en las próximas horas y días. ¿Es esto legal? Sí, no hay ninguna duda. ¿Es parte del juego político de la democracia? Por supuesto que sí. Pero el problema es otro. Toda esta discusión, conflictos e indefiniciones, muestran que una gran parte de los dirigentes del Frente Amplio, incluido el Presidente Mujica, se sienten “embretados” por el respeto a una institución política como es el plebiscito. Evidentemente no están contentos con mantener una ley que claramente atenta contra valores básicos y ha sido condenada internacionalmente, y se debaten entre defender estos valores y anularla, o respetar la voluntad popular expresada en el 2009 de no anularla.
Para complejizar aún más las cosas, el lunes 9 de mayo, Interconsult publicó una encuesta en donde el 55% de los uruguayos está en desacuerdo con anular la Ley de Caducidad, y entre los que votaron al Frente Amplio en el 2009, el 36% opina que el tema fue laudado en el plebiscito. Seguramente estos datos hagan aún más difícil la decisión que tiene en sus manos el partido de gobierno.
Desconocer el resultado del plebiscito puede tener costos electorales. Pero aquí me gustaría hacer referencia a otros datos que indican el impacto que podría tener en nuestro capital institucional, y en esa tradición de respeto a las instituciones de la que tanto nos enorgullecemos, el desconocer el pronunciamiento popular. Fernanda Boidi, en su trabajo “Modelos de representación y legitimidad”[iii] muestra que el 81% de los uruguayos piensa que el legislador debe hacer lo que los votantes piden, o lo que en la literatura sobre representación se llama actuar como delegate. Solo el 19% considera que los legisladores deben conducirse de forma independiente y hacer lo que mejor les parece aunque eso no le guste al electorado, o por usar la terminología de la disciplina, deben actuar como trustee. La preferencia de los uruguayos es clara: quieren legisladores que respeten la voluntad popular. Sin embargo, los uruguayos evalúan que en los hechos, las cosas funcionan al revés. El 84% opina que los legisladores no los representan como ellos prefieren, ya que votan lo que mejor les parece a ellos, y sólo 16% piensa que respetan la voluntad de sus electores. En otras palabras: los legisladores hacen y votan lo que ellos creen es mejor. Combinando estos dos datos: la forma en que a los uruguayos les gustaría ser representados y la evaluación que hacen de cómo los legisladores los representan, Boidi concluye que sólo en 3 de cada 10 uruguayos hay coincidencia entre el modelo preferido y el implementado; para el restante 70% los legisladores no se comportan del modo en que les gustaría. ¿Tiene esta discordancia alguna consecuencia? Sí, aquellos ciudadanos que ven coincidencia entre el modelo que creen es ideal y el que se da de hecho, confían más en el Parlamento. Por el contrario, aquellos que ven sus expectativas insatisfechas confían menos en la institución.














Con estos datos a la vista, cabe cuestionarse cómo podría afectar a la legitimidad y confianza que recibe el Parlamento y los legisladores uruguayos, la decisión de no respetar el resultado del plebiscito. No sólo está en juego el respeto a la institución del plebiscito sino al Parlamento mismo. Si a Uruguay le costó tanto tiempo construir el capital institucional que tiene, hay que tener mucho cuidado en no desmontarlo rápidamente. Es entendible que el Frente Amplio se encuentre en una encrucijada.
Rosario Queirolo





[i] Fernanda Boidi y Rosario Queirolo. 2010. Cultura política de la democracia en Uruguay, 2010. Consolidación democrática en las Américas en tiempos difíciles. Montevideo: Universidad de Montevideo, Kellogg Institute y Vanderbilt University.
[ii] http://www.ultimasnoticias.com.uy/Edicion%20UN/articulos/prints-2011may09/act02.html
[iii] “Modelos de representación y legitimidad” en Fernanda Boidi y Rosario Queirolo. 2010. Cultura política de la democracia en Uruguay, 2010. Consolidación democrática en las Américas en tiempos difíciles. Montevideo: Universidad de Montevideo, Kellogg Institute y Vanderbilt University.

Megaoperativos con miniresultados



En las últimas semanas los uruguayos fuimos testigos de operativos policiales cuasi-cinematográficos y sin precedente en tres zonas de la capital. Planeados por el Ministerio del Interior, los operativos consistieron en intervenciones policiales intensivas y focalizadas territorialmente en barrios pobres de la ciudad donde se suponía se concentraban delincuentes. La policía llegó temprano a los tres asentamientos, con helicóptero, caballos, escudos y unos 70 efectivos. Se requisaron casas y personas, se pidieron documentos, se incautaron algunos bienes robados y se detectaron algunas “bocas” de venta de drogas. En cada barrio se detuvieron algo menos de 50 personas pero casi todos fueron liberados al día siguiente por no haber causa judicial para su procesamiento. Las autoridades insisten en que los operativos fueron un éxito pues no deben medirse en términos de procesamientos sino en su efecto simbólico, en que representan que el Estado comienza a hacer presencia en “zonas rojas” o “zonas liberadas” en peligro de ser tomadas por el crimen organizado.

Esta visión positiva parece ser compartida por los vecinos entrevistados en los medios de comunicación que, a pesar de algunas quejas respecto al trato violento o inadecuado que policías dieron a algunos vecinos, repiten que “aquí vive gente honesta”, que “deberían venir más seguido” y que “ahora el barrio está tranquilo y podemos salir”. La opinión pública en general también parece estar de acuerdo. Esto no resulta extraño en un país donde la percepción de inseguridad está en aumento, donde los medios de comunicación priorizan las noticias policiales sobre otras y donde la gran mayoría de la población está de acuerdo con bajar la imputabilidad de los menores (propuesta que el Partido Colorado piensa plebiscitar luego de recoger firmas para ello). Parafraseando a un ex presidente, el “estado del alma” en el país en este momento pide represión y “limpieza” del crimen.

Sin embargo, los operativos han recibido varias críticas en estos días. Algunos ven en ellos razias que recuerdan a la dictadura militar. Otros critican las acciones como represión populista por parte del gobierno en un contexto de preocupación por la seguridad en la opinión pública. La mayoría refieren a que los procesamientos son muy pocos. A mí me gustaría referirme en primer lugar a la respuesta del Ministro Bonomi diciendo que el efecto es más bien de tipo simbólico. Si lo que se esperaba era más bien un efecto simbólico creo que a) existe un gran riesgo de que ese efecto sea negativo, y b) hay otras maneras de lograr presencia simbólica del Estado sin redadas de este tipo. Finalmente quisiera referirme a los peligros de la focalización espacial inadecuada.

En Montevideo hoy en día vivir en una zona de la ciudad determina las oportunidades en la vida. Dos personas con similares tipos de familia y que van a un liceo público seguramente tengan distintas oportunidades si una vive en La Blanqueada (barrio heterogéneo) y la otra en Casavalle (barrio homogéneamente pobre). A la persona que vive en Casavalle muy probablemente le va a ir peor en la vida. Esto ocurre por varias razones entre las que podemos mencionar la peor calidad de los servicios públicos incluida la educación, la ausencia de modelos de trayectorias positivas en relación a la educación y al mercado laboral que los jóvenes puedan imitar (personas a las que le fue “bien en la vida”), la presencia de modelos alternativos de éxito o sobrevivencia como puede ser el delito, y el estigma o señalamiento del resto de la sociedad de que ese barrio es una “zona roja”. Los operativos policiales pretenden actuar simbólicamente sobre el penúltimo de estos problemas, la presencia de bandas criminales. Sin embargo, esto tiene consecuencias seguramente no intencionadas sobre el último de los mecanismos: el estigma. Si antes era difícil, obtener un empleo diciendo que uno vive en Malvín Norte o en Chacarita de los Padres o en La Cruz de Carrasco será mucho más difícil luego de los operativos.

Continuando con el efecto simbólico mencionado por el ministro, creo que hay otras maneras de generarlo. La presencia del Estado se logra entre otras cosas con la legalización de los predios y regularización de barrios, con obras de infraestructura importantes y de muy buena calidad, entre otros. Hace poco, realizando trabajo de campo en las comunas más pobres y con problemas de crimen organizado relacionado con el narcotráfico en la ciudad de Medellín, los líderes locales nos contaban que desde que existe el metrocable (teleférico que sube desde la línea del metro a la cima de dos de las áreas más complicadas de la ciudad) “pertenecemos a Medellín”, “ahora la gente de afuera viene y nos visita”. Eso es efecto simbólico. Eso es presencial del Estado. Lograda a partir de una inversión en infraestructura pensada en base a la integración. Y, lo que no es menor, una infraestructura de excelente calidad y asociada a proyectos sociales y urbanísticos articulados con una política de ciudad y de equidad más global. Seguramente tiene sus defectos. Luchar contra el crimen organizado y la pobreza no depende solamente de la política pública. Pero el efecto simbólico está claro.

En segundo y último lugar quisiera referirme a la focalización espacial de estos operativos. Los tres se hicieron en asentamientos. Desde hace ya un tiempo los asentamientos se han vuelto en Uruguay sinónimo de pobreza y de peligro. Esto resulta interesante ya que el término asentamiento aparece en los 90s para diferenciar a las ocupaciones planificadas de tierras, con personas de clase trabajadora, de los más antiguos “cantegriles” caracterizados por la precariedad urbana, el reciclaje y la marginalidad. Resulta muy interesante cómo entonces el término asentamiento se ha resignificado y hoy día se utiliza para focalizar políticas, entre ellas los operativos. Sin duda los asentamientos tienen muchos problemas. Pero la mayor parte de los pobres no viven en ellos. Y seguramente gran parte del delito no está en ellos. Focalizar las intervenciones, aunque tiene muchos problemas, es eficiente en el uso de los recursos. Claro que la inteligencia policial debe usar información geográfica para programar sus acciones. Pero igualar asentamientos con delito o con pobreza resulta sumamente problemático.

Esto no es sólo propiedad del Ministerio del Interior. Hace poco el Senador Saravia, presidente de la Comisión de Defensa del Senado, proponía que las Fuerzas Armadas colaboraran con la seguridad interna en determinados asentamientos, que son “ghettos del crimen organizado.”[1] En esa oportunidad Bonomi se opuso al proyecto pero hoy vemos una policía militarizada realizando estas redadas. Asimismo, la opinión pública también relaciona asentamientos con peligro. En una encuesta realizada recientemente, casi la mitad de los uruguayos manifiestan no querer vivir cerca de un asentamiento.[2] Si los asentamientos ya están estigmatizados, este tipo de procedimientos policiales no colabora a quitarles el estigma. Por el contrario, lo recrean.

No estoy argumentando aquí que no hay que hacer nada. Los vecinos de muchas zonas reclaman presencia policial. Hay que atender esa demanda pero integradamente con intervenciones que realmente hagan sentir la presencia simbólica y “material” del estado. Algunas ya se están llevando a cabo. Deben integrarse, mejorar su calidad y pensarse en clave de reducir la brecha de oportunidades en la vida a partir del lugar donde se vive.



[1] Declaraciones de Saravia publicadas en el portal de Montevideo.com el 1 de marzo de 2011 (http://www.montevideo.com.uy/notnoticias_132442_1.html)
[2] Encuesta realizada por Interconsult. Ver algunos resultados en http://www.ultimasnoticias.com.uy/Edicion%20UN/articulos/prints-2011abr25/act17.html

Hacia un Plan Nacional de Formalización

La informalidad en el Uruguay ha bajado, levemente, en los ultimos a ños, al menos en su definición tradicional: son informales aquellos tr...